La Mala Educación – Un Dios para los Ateos

La institución científica es, por diferencia, el ente más amigable (al menos a simple vista), de los organismos representativos más significativos de la humanidad. A diferencia de la política y la religión, las cuales generan grietas y rupturas sociales bien determinadas, la ciencia pareciera aunar a las masas bajo un discurso universal y totalitario, características que le son bien correspondidas, ya que la ciencia basa su metodología en la observación, experimentación y refutación. En este caso y siguiendo esta línea, para la ciencia el conocimiento sólo comprende a los fenómenos naturales y medibles.

Lejos de ser simplemente un conjunto de saberes objetivos, la ciencia es una institución en tanto cumple funciones sociales específicas con reglas, jerarquías, lenguajes propios, rituales de validación (como la revisión por pares), y diferentes mecanismos de legitimación. Como toda institución, organiza el comportamiento humano en torno a un propósito: En este caso, la búsqueda del conocimiento “válido” sobre la naturaleza, y por consecuencia, de la realidad. Ciertamente no muy distinto a lo que nos propone el cristianismo, entre otras religiones.

La explicación final del cómo y el por qué de la vida y el universo es un anhelo que comparten todos los seres humanos, y tanto la ciencia como la religión han ocupado sus lugares correspondientes en la batalla por el conocimiento. Por supuesto que esta institución también es un lugar de pertenencia, y como todo cerco creado para las masas, la ciencia tiene sus líderes y visionarios que trabajan para hacer de este mundo un lugar mejor. A pesar de haber hecho más avances en armas nucleares y en teléfonos celulares que en el desarrollo del bienestar poblacional, los tecnócratas modernos han sabido hacerse un lugar en el corazón de las personas, deformando el discurso científico hasta convertirlo en un mero guión de marketing para convencerlas de que usar cascos de realidad virtual o implantarse chips podría mejorar sus vidas.

Como “institucionalizadora del saber”, la ciencia ha convertido al conocimiento en un sistema con normas, autoridades y sanciones simbólicas (como la marginación del pensamiento disidente). En su rol institucional, la ciencia determina qué saberes son legítimos y cuáles no, permitiéndose actuar como un dispositivo de control epistémico, es decir, de control sobre qué se puede decir, pensar o investigar.

En este sentido,la frase “saber es poder” cobra literalidad cuando ciertos discursos científicos son utilizados para justificar políticas públicas, prácticas médicas, decisiones económicas e incluso modelos educativos. La patologización de la homosexualidad en la medicina del siglo XX, el uso de la frenología para justificar el racismo en el siglo XIX ó el discurso positivista para sostener jerarquías sociales o políticas coloniales son solo algunos ejemplos.

En nuestra actualidad, la ciencia moderna ha tendido a ocupar el lugar de fuente de verdad exclusiva, desplazando o subyugando otros sistemas de conocimiento como saberes indígenas, filosóficos o espirituales. Así, muchas veces actúa como una institución excluyente, con una lógica basada en la autoridad del experto, haciendo de ente normalizador de conductas, estandarizador de ideas, productividad e incluso subjetividades, y aunque se presenta como neutral, las prácticas científicas más significativas suelen estar atravesadas por intereses políticos, económicos e ideológicos.

 

El lugar de pertenencia que ofrece la ciencia, es en mayor parte, aquel que se aleja del costado íntimo y espiritual del ser humano.

En el capítulo anterior he mencionado como algunos de los científicos más contribuyentes de la historia habían adoptado una fe en congruencia con sus creencias espirituales. Y si bien esto es algo común hoy en día, no deja de ser al menos remarcable que hay una especie de fetiche entre el concepto colectivo de ciencia y el ateísmo.

Es lógico pensar que los más escépticos encuentren en los dogmas científicos el rigor que se necesita para refutar las creencias del orden de lo metafísico; y por supuesto, la iglesia y todos sus mitos son el objetivo ideal para profundizar la discordia instalada en una sociedad dividida entre un supuesto conocimiento racional y la búsqueda espiritual.

El ateísmo y sus maneras supuestamente objetivas ofrecen un lugar muy tentador en los diferentes espacios que emergen de la fragmentación social. La indiferencia ante aquello que pueda escapar al más mínimo rigor científico, brinda una gran ilusión de saberes y conocimientos objetivos que ubican a los replicadores de estos dogmas en un lugar de mérito superior, desde postularse como defensores de la medicina tradicional por sobre las prácticas homeopáticas hasta la justificación de experimentos científicos que pudiesen incluso poner en riesgo sus propias vidas.

El ateísmo moderno va mucho más allá de descreer de un Dios (de ahí la terminología a-teo, es decir, sin Dios). Es una escuela de escepticismo frío, que no duda en estigmatizar aquello que se corre de su paradigma discursivo, respaldados, de a momentos ilusoriamente, por la ciencia. Ilusoriamente, porque es sabido que con el correr de los tiempos, muchos fabuladores han tenido que aggiornar su discurso en función de la posición que había tomado la institución científica frente a determinados paradigmas. Un ejemplo claro de esto fue el surgimiento de la psicología, el psicoanálisis y la teoría del inconsciente. A finales del siglo XIX y principios del XX, el psicoanálisis había sido fuertemente criticado por la comunidad médica al postularse como una alternativa de la salud mental. Y si bien algunos se mantienen distantes de estas tendencias, hoy se lo ha ubicado como una práctica fundamental para el bienestar mental y la salud personal.

 

Es importante destacar también, que luego de la segunda mitad del siglo XX la ciencia contemporánea rozaría tangencialmente con la posibilidad de un “ente superior” gracias al principio antrópico y la cosmología moderna surgida en los años 80 ‘s.
Este principio parte de una observación, la cual afirma que el universo posee unas leyes físicas y constantes fundamentales tan precisas y ajustadas, que si cualquiera de ellas fuera mínimamente diferente, la vida, tal como la conocemos, no sería posible. La constante gravitacional, la carga de los electrones, la velocidad de la luz, serían algunos ejemplos de los acontecimientos que dieron forma al universo como hoy lo conocemos, y su variación indeterminada podría resultar en el colapso o la destrucción de toda la materia contenida en él. Inclusive las diferentes distancias que toma la tierra en su órbita con respecto al sol, han sido ideales para crear la vida sostenida en el planeta.

Al observar esta precisión extrema, algunos científicos y filósofos no dudaron en preguntarse si se podría tratar de algún principio, inteligencia o intención detrás de este ajuste tan fino y acertado. De ahí surgen dos versiones principales del principio antrópico:

El principio antrópico débil, que dice que “El universo que observamos debe ser compatible con nuestra existencia como observadores.” El cual es una tautología lógica que no implica un diseño ni un propósito, es decir que estaríamos en este universo porque posee condiciones favorables para la vida y aquí se puede vivir.
Por otro lado, el principio antrópico fuerte sugiere que “El universo debe tener propiedades que inevitablemente produzcan vida consciente.” Aquí entra la idea de un propósito o dirección en la evolución del cosmos. Esto no es solo una descripción (como el principio antrópico débil), sino una afirmación teleológica, es decir, con una finalidad. En otras palabras, para este principio el universo está configurado de tal manera que inevitablemente producirá seres capaces de observarlo.

En lo personal creo que la ciencia está plagada de experimentos que han traído más preguntas que respuestas y que no necesariamente respaldan al principio antrópico fuerte, pero sí abren la puerta a la pregunta por la existencia de algo más que escapa a nuestra capacidad de comprensión. El experimento de la doble rendija, muestra como un solo protón puede existir en dos lugares a la vez, pero solo habitar uno cuando lo observamos. La velocidad y el spin  de un electrón sólo se pueden conocer de manera parcial. Es decir, para un observador, el saber una implica desconocer a la otra. Incluso la misma teoría de Higgs, (quien buscaba encontrar la partícula de Dios), teoría que ya fue probada en el colisionador de hadrones de Suiza, afirma que la materia y la energía son sólo dos caras de una misma moneda, y que aquellas cosas que tienen masa (la misma materia), no son más que la manifestación de algo que surge del choque de dos o más fuerzas. Y por supuesto, los avances de la física y la mecánica cuántica dejan entrever que hay una gran diferencia entre aquello que experimentamos del universo, y sus propiedades reales. En el experimento de la lámina de oro en 1911, Ernest Rutherford comprobó que los átomos, aquellas partículas que hacen posible a la materia, son más de un 99,999% vacío, es decir, que menos del 0,001 es, en sí, materia.

En pocas palabras, el universo pareciera tener una especie de adaptabilidad a nuestra observación, como si limitara todo aquello que nos ofrece tan solo a nuestra capacidad de observación.

A pesar de los indicios de un ente superior y los miles de vacíos en la explicación sobre la creación de nuestro universo, la institución científica ha relegado por completo los paradigmas espirituales que podrían dar sentido a varias preguntas existenciales que atraviesan a la humanidad, manteniéndose en exilio dentro de sus propios dogmas.  
Tanto los gobiernos como las religiones han generado rupturas internas a sus propias estructuras. Diferentes partidos políticos o distintas interpretaciones de lo divino han provocado fricciones entre las masas. Pero la  institución científica ha sido la única que presenta un monopolio del pensamiento. Nadie se atrevería a contradecir los avances de la ciencia, y demás está decir que todos quieren ser partícipes de sus beneficios.

 

La ciencia permite avances reales en la salud, la tecnología y la calidad de vida, y ha sido clave en desmitificar creencias opresivas.

Por otro lado, es un instrumento de dominación cuando se convierte en un dogma, cuando censura lo que no se ajusta a sus paradigmas o cuando colabora con los sistemas de poder.

Licenciado Mariano Capella – Capilladel Monte

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