El rol de las religiones como representantes de la espiritualidad del ser humano ha sido, desde un primer momento, uno de los roles que más segmentación ha producido en la sociedad, junto con la política. Incluso en sus divisiones internas (como el catolicismo, el cristianismo, o incluso el protestantismo), la institución eclesiástica ha intentado siempre adaptarse nuevas necesidades de sus feligreses, cambiando las formas internas de sus prácticas y aggiornando sus esquemas discursivos, para complementarse a los nuevos paradigmas socio culturales que hubieran podido surgir en la modernidad con respecto a nuestro concepto de aquello que pudiera ser considerado como sagrado.
En este sentido podemos pensar a las religiones como un mero activo financiero de mercado, un producto que debe ser moldeado para satisfacer una necesidad de las masas. De la misma manera que una empresa podría buscar ser monopolio, la religión intenta constantemente enmendar la relación con la espiritualidad, ubicándose como el único camino hacia la verdad y a aquello que, en última instancia, representa la salvación del alma. Algo así como presentarse ante la única salvación para nuestra alma.
Este es el principio del marketing en su funcionalidad completa: Crear una necesidad (muchas veces ilusoria), para vender la solución a un precio que, en este caso en particular, es demasiado irrisorio.
El costo que la humanidad ha pagado por habitar este nuevo lugar de pertenencia, ha sido, entre otras cosas, la lobotomización de su propio raciocinio en carácter de seres pensantes.
No quiero que el lector confunda las ideologías de la espiritualidad con el intelecto. Muchos autores y científicos, tanto antiguos como modernos, han aceptado a sus religiones como la respuesta a su búsqueda espiritual. De hecho, una de las teorías más controversiales, la del Big Bang, fue fundada por un físico y astrónomo de origen belga llamado Georges Lemaître, que además era un sacerdote católico. Incluso Newton y hasta el mismo Einstein, entre otros, han sido personas que se ocuparon de su espiritualidad dentro de los límites de sus respectivas religiones.
Es importante destacar que, a diferencia de la ciencia como institución, la religión sí ha perseguido, torturado y asesinado a quiénes no compartían sus dogmas. En este sentido, la iglesia y sus ministros se han ubicado por sí mismos, y por supuesto con el apoyo de sus seguidores, siempre un paso más cerca de Dios que el resto de los simples mortales que lo veneran en búsqueda de salvación, redención o comprensión y entendimiento propio. En otras palabras, Dios es la hegemonía por la cual la religión se había adjudicado, en su consolidación institucional en los siglos II y III, el monopolio de la violencia, de la misma manera que luego lo hará el Estado. En estos años comenzaron a establecerse sistemas jerárquicos, con obispos que supervisaban regiones y ciudades, y que eventualmente respondían a figuras de mayor rango como el obispo de Roma (futuro Papa).
La Iglesia como poder imperial se consolidó entre los siglos II y IV como una estructura jerárquica y organizada dentro del Imperio Romano. Con el tiempo, adquirió funciones políticas, educativas y culturales, que mantuvo durante siglos. Aunque hoy enfrenta una sociedad más secular, sigue siendo una de las instituciones más duraderas e influyentes del mundo occidental.
Voy a hacer una aclaración muy importante antes de continuar, y es que este análisis de la institución eclesiástica, si bien abarca temas comunes a las religiones como Dios y la búsqueda de sentido, está interiorizado en la religión desde el punto de vista occidental, es decir, desde el cristianismo.
En su concepción como institución, y con el advenimiento del colapso del Imperio Romano y la transición hacia la Edad Media, el cristianismo comienza a ocupar el lugar del conocimiento y el saber.
Hasta principios del siglo V los romanos habían adoptado gran parte de las enseñanzas de las academias filosóficas griegas (como la de Platón o el Liceo de Aristóteles) donde se enseñaba lógica, ética, física, matemáticas, política, entre otros tópicos, habiéndo incluso fundado escuelas de retórica, derecho, ingeniería y medicina. El saber era cultivado por filósofos, científicos, juristas y educadores laicos, organizados en academias o escuelas filosóficas, muchas veces financiadas por mecenas o el Estado.
Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 y el ascenso de la iglesia a partir del siglo IV, desaparecen muchas estructuras políticas y culturales. Las escuelas públicas, academias, bibliotecas y centros de estudio fueron abandonados, destruidos o simplemente dejaron de funcionar, mientras que Europa entraba en un período de fragmentación y ruralización con el inicio de la Edad Media.
Europa occidental había quedado sumida en un profundo vacío institucional. Las estructuras políticas que habían sostenido durante siglos la administración, la justicia, el comercio, la educación y la vida urbana desaparecieron o se fragmentaron ante la presión de las invasiones de pueblos germánicos y la descomposición interna del sistema imperial. En ese contexto de desorden, la Iglesia cristiana —específicamente la Iglesia católica— emergió como la única institución que no solo sobrevivió a la crisis, sino que también logró expandirse, organizarse y consolidar su influencia en todos los ámbitos de la vida social.
A diferencia del poder político que se desmoronaba, la Iglesia poseía una estructura jerárquica sólida, con una red de obispos y sacerdotes distribuidos por todo el antiguo territorio romano. Esta organización eclesiástica no solo se mantuvo intacta, sino que se adaptó con habilidad a los nuevos tiempos, ejerciendo una autoridad espiritual que poco a poco se transformó también en una autoridad cultural, educativa, jurídica y social. Mientras los reinos germánicos recién se formaban, con escasa tradición administrativa y sin una burocracia estable, la Iglesia ofrecía continuidad: tenía normas propias, registros escritos, conocimiento del latín —lengua que mantenía la unidad en un continente cada vez más dividido— y una concepción del mundo ordenada por la fe cristiana.
En ese escenario, la Iglesia asumió funciones que antes correspondían al Estado romano. Se convirtió en el espacio donde se preservaba y transmitía el conocimiento: los monasterios comenzaron a funcionar como centros de copia de manuscritos, donde los monjes dedicaban su vida a conservar tanto los textos sagrados como parte del saber clásico grecorromano. La educación quedó casi exclusivamente en manos de instituciones eclesiásticas; las pocas escuelas existentes estaban ligadas a monasterios o catedrales, y enseñaban principalmente teología, latín y textos religiosos. En muchas regiones, los únicos que sabían leer y escribir eran los miembros del clero, lo que otorgaba a la Iglesia un control casi absoluto sobre el acceso al saber.
En el plano judicial, la Iglesia impuso el derecho canónico, que regulaba no sólo la vida religiosa sino también aspectos de la vida cotidiana. Sus tribunales eclesiásticos llegaron a ejercer autoridad sobre buena parte de la población, en especial en lo relacionado con el matrimonio, la moral y la herencia.
A estas instancias, la iglesia y sobre todo la institución eclesiástica, habían tomado un rol de Estado paralelo, muchas veces incluso más poderoso que los propios reyes, definiendo durante siglos cómo se debía vivir, pensar y gobernar en la cristiandad medieval.
Desde entonces y hasta el presente, estas instituciones han ocupado un lugar fundamental en la perversión de la espiritualidad y nuestra relación con lo divino, reduciendo la esencia de lo sagrado a meros objetos mundanos como estatuas, estampitas, crucifijos y hasta edificios. Incluso el paradigma de la típica misa católica se presenta como una división entre lo sagrado y lo profano. Por un lado, están los feligreses que interpretan el ritual de sentarse, pararse y arrodillarse. Del otro lado, los líderes espirituales de turno protagonizan la manifestación de lo divino en una simple manipulación de algunos bienes materiales del mundo cotidiano. La ostia, que no es más que miga de pan, o el cáliz, que no es más que una copa de metal pulida; dejan de ser solo un alimento o un objeto inanimado para convertirse en una pseudo-manifestación de lo divino.
En este sentido, la división entre lo sagrado y lo profano se vuelve una regla más dentro del conjunto de normas que jerarquizan la estructura interna de las religiones. Esto es, que cada religión tiene una relación directa con estos dos conceptos, y muchas han logrado casi cerrar la brecha entre uno y el otro, dando la ilusión de estar en control del entorno lo de lo divino.
Las prácticas dogmáticas que la iglesia ha utilizado para doblegar el raciocinio de sus feligreses, ha traído como consecuencia la banalización de nuestro costado espiritual. Los facilismos que ofrecen estas instituciones van desde rezarle a una deidad hasta creer en milagros, pasando por rituales que bendicen alimentos, objetos y hasta personas. Este proceso también es educativo, ya que moldea y condiciona la manera de discernir entre el bien y el mal, lo ético, la moral, la justicia e incluso la biología y el orígen de la vida misma, tanto la humana como la de la naturaleza.
En su afán por ocupar el monopolio de la verdad, la iglesia se ha desligado de sus ocupaciones espirituales para convertirse en un imperio, teniendo incluso un país propio como sede de representación mundial como lo es el Vaticano.
Sus formas de ejercer dogmatismos no es muy diferente a la de las otras instituciones. Representar aquello que en realidad siempre estuvo dentro nuestro como un ícono inalcanzable, al que sólo podemos acercarnos, en este caso, a través de la adopción de las ideologías descritas en supuestos textos “sagrados”.
Demás está decir que el miedo es un factor fundamental para ejercer control, y por supuesto una de las emociones clave para manipular la voluntad de los creyentes. De la misma manera que los discursos políticos, la comunicación en el ámbito de las instituciones eclesiásticas apunta directamente a las emociones para conjugar al individuo en su estado más vulnerable, adjudicándose la verdad, y en estos casos, también aquello que han categorizado como sagrado.
La forma de educar que tienen las religiones es muy sencilla: No seguir las doctrinas de Dios (un Dios previamente determinado), podría devenir en la condena eterna para el alma. Por otro lado, si seguimos los dogmas que la institución impone, pues entonces viviremos en el reino de los cielos durante toda la eternidad.
Una vez más, la mentira y el miedo al servicio del control poblacional, con Dios como herramienta de hegemonía discursiva.
La Iglesia Católica no fue obra de Dios, sino un plan imperial con fines de control. En el año 312, el emperador Constantino legalizó el cristianismo, sin dejar de ser pagano. Sus monedas siguen mostrando al Sol, Hectus, el Dios del Sol. Cristiano, se bautiza solo en su lecho de muerte, y por un obispo que la Iglesia luego llama hereje. ¿Entonces por qué lo llaman el primer emperador cristiano? Simplemente por haber reinventado la fe como una herramienta de control. En el año 325, convoca el concilio de Nicea. Define qué evangelios van a la Biblia, y cuáles deben desaparecer. Crea dogmas, inventa normas, y con eso, nace la base de lo que hoy llamamos Iglesia Católica y fe divina. Se apropiaron de símbolos paganos, tradiciones antiguas, y los disfrazaron de cristianismo. La cruz, el oro, el incienso, las vestidoras, todo adaptado para impactar y someter. Constantino no buscaba salvar almas, sino unificar su imperio bajo una sola ideología. Una religión organizada, con jerarquías, poder, y miedo al infierno. Esa Iglesia Católica fue la mayor estrategia de manipulación de masas en la historia. Una forma de gobierno espiritual que ha durado siglos, sin ejércitos, pero con millones de seguidores.
Cabe destacar que el cristianismo no eliminó el culto solar, es decir, las antiguas creencias de los romanos del siglo tercero antes de Cristo de forma directa o inmediata. Este culto fue reemplazado gradualmente a través de una combinación de sincretismo, adaptación de símbolos y legislación imperial. De hecho, en los primeros siglos, Cristo y el sol eran representados de forma casi idéntica, lo cual ayudaba a los conversos a aceptar la nueva fe sin abandonar (al menos no por completo) sus hábitos simbólicos.
Así, la religión católica, la religión más poderosa y polémica de la historia, decidió que Jesús era hijo de Dios, quitó escritos incómodos y definió las reglas de una nueva institución, la Iglesia Católica Apostólica Romana. Se apropiaron de templos paganos, cambiaron fechas de celebraciones, y disfrazaron de santos a antiguos dioses romanos. La Navidad, por ejemplo, se fijó el 25 de diciembre porque era el día del nacimiento del dios Sol Invictus. Desde ahí, la Iglesia Católica se convirtió en un monstruo político, acumulando tierras, riquezas y poder. Controlaron reyes, declararon guerras, persiguieron herejes, quemaron a quien no obedeciera, y durante siglos manipularon la fe para enriquecerse. Crearon doctrinas como el purgatorio, no porque estuviera en la Biblia, sino para cobrar indulgencias, pagar por la salvación. Mataron millones en la Inquisición, encubrieron crímenes y ocultaron textos antiguos que podían derrumbar su imperio espiritual. La Iglesia Católica no nació como un acto de fe, sino como una estrategia de poder que sobrevive hasta nuestros días.
Aporte realizado por el Lic. Mariano Capella


