Nosotros y ellos… Y los gobiernos
La fragmentación de una sociedad en pos del poder no es algo nuevo. De hecho, existe desde hace varios siglos atrás, y se ha ido mejorando su mecanismo perverso con el paso de los años hasta llegar al día de hoy, desgastando los lazos entre las personas a través de la ilusión de la pertenencia, pueda esta ser referida a una religión, a un equipo de fútbol, y/o por supuesto, a un partido político.
En este capítulo voy a hablar de un concepto que se replica en otras instituciones también, pero que nunca ha cobrado tanta fuerza en los tiempos del siglo XX y XXI de la mano de una de las formas de poder más podridas y recalcitrantes que el humano jamás haya inventado junto con la religión, y es la de los gobiernos. El concepto que vamos a tratar en este capítulo es aquel que alimenta la ilusión de pertenencia, aquel que nos hace creer que estamos siempre del lado correcto, aquel que más apela a nuestras emociones y atenta de manera contra nuestra capacidad de razón: El fanatismo
Quiero ser claro cuando hablo de esto porque es un tópico bastante frágil en su observación, ya que está siempre a punto de poder ser justificado por razones que nada tienen que ver con el pensamiento racional. El fanatismo crea mediocridad, es decir, recorta lo extraordinario de las personas para reducirlas a un mero tumulto de individuos que se han interesado más por replicar simbologías o discursos vacíos que por cuestionar sus propios ideales, y aquí cabe aclarar que es una benevolencia llamar “propios” a los ideales, cuando en realidad son una especie de herencia impuesta, lugar en el que hemos caído una vez más, creyendo que hemos elegido libremente.
En lo personal, considero que el fanatismo tiene un lugar perfectamente correspondido en la sociedad. Sin embargo, creo que es necesario trazar una medición del mismo dentro del entorno sociocultural en el que habitamos, y es la siguiente: La correspondencia del fanatismo es indirectamente proporcional a su utilidad en el entorno social. Es decir, que no hay ningún problema en ser fanático, por ejemplo, de un club de fútbol, ya que este no cambiará jamás el bien estar de un conjunto de personas en una nación. El hecho de que nuestro equipo favorito gane o pierda, no afectará nunca la fluctuación del dólar, la inflación, el desempleo, los estándares de salud, etc. Sinceramente y con el perdón de los lectores, a nadie le importa que su equipo gane o pierda, el mundo seguirá girando igual que lo hizo siempre y la vida continuará su camino de igual manera.
Es interesante y además, creo, no se debe pasar por alto los orígenes personales de cada uno de los distintos fanatismos. En mi experiencia personal siempre he escuchado más o menos el mismo relato: “Mi viejo me hizo de tal o cual equipo” ó “En mi familia siempre fueron hinchas de este o aquel”. Eso está bien, porque repito nuevamente, a nadie le interesa su posición frente al fútbol, ya que el deporte es un mero entretenimiento. Algo parecido podría pasar con la música, por ejemplo. Muchos de nuestros gustos musicales han sido heredados, y nuevamente, a nadie le interesa, porque la industria del entretenimiento no mueve la vara de la calidad de vida de los seres humanos, al menos no de manera directa.
Sin embargo, cabe resaltar algo tan interesante como peligroso, y es el hecho de que este mecanismo se replique en una institución tan trascendental como la política. ¿Qué pasa cuando nos dicen “mi viejo me hizo peronista”? O incluso “Yo me hice de derechas porque en mi familia son todos zurdos”. Cuando nos convencen, ya sea por adhesión u oposición, están creando nada menos que fanáticos. Personas que, lejos de estar dispuestas a recurrir al raciocinio, al pensamiento lógico, la autocrítica o el conocimiento, prefieren replicar discursos y modelos poco cuestionados y levantar banderas y estandartes ajenos, porque han encontrado allí un sentido de pertenencia. Y no es casualidad que estos mecanismos se desarrollen cada vez con más fuerza. Si miramos con atención, veremos que los individuos dentro de la sociedad están cada vez más alienados… Las redes, la información desmesurada y la digitalización de las relaciones han llevado a las personas a vivir en una especie de exilio constante, porque ayudan a alimentar la ilusión de pertenencia. Si no es la religión, es la ciencia. Si no es el fútbol, es la política. El verdadero contacto humano, el contacto íntimo, el de la confidencia, el de la confianza y la hermandad, ha sido lentamente reemplazado por la ilusión de pertenecer. Cuanto más nos acercamos al conjunto de fanáticos sesgados por sus creencias, más nos alejamos del conjunto de seres humanos. Basta con nombrar uno o dos tópicos políticos en la mesa para generar el caos que al final terminará por romper la armonía que pudo haber existido. Ya no importa el debate de ideas con el fin de aprender y comprender mejor las diferentes posturas. Solo importa tener razón, demostrarle al otro que está equivocado, que sus ideas son dañinas y las nuestras son geniales… Y el resto es historia.
Una vez más nos encontramos guiados por nuestras propias emociones, en detrimento del pensamiento racional, y cuando se trata de política, bueno… Entonces hemos creado a los porristas de la democracia.
Porque la democracia como la conocemos, la democracia liberal, hegemónica, del capitalismo tardío, burguesa y avanzada, solo contrapone candidatos que representan diferentes intereses del mismo concepto económico. Representan diferentes intereses del poder. Tanto el candidato rojo como el candidato azul hubieran llevado a cabo exactamente los mismos conflictos bélicos. Los poderes necesitan un estadío de guerra perpetua, ya que el mecanismo es el mismo que hemos tratado en el anterior capítulo: Si la guerra genera miedo, entonces sirve como mecanismo de control. El miedo, siempre genera subordinación.
El filósofo italiano Giorgio Agamben en su desarrollo de la teoría del estado de excepción dijo que “la única manera en cómo se puede sostener la hegemonía del capital en su estado de decadencia tardía es a través de constantes estados de excepción.” Tradicionalmente, el estado de excepción es una situación en la que se suspenden temporalmente los derechos y las leyes debido a una crisis (guerra, pandemia, insurrección, etc.), para que el poder ejecutivo pueda actuar sin límites legales. Algunos ejemplos históricos han sido el de la Alemania nazi tras el incendio del Reichstag, Estados Unidos post-11S (como un acto patriota), las medidas durante la pandemia de COVID-19, o dictaduras que declaran “emergencias permanentes”.
Las democracias no funcionan como tal en un sentido práctico. Cuando se vota, no se cumple con el interés popular. No se hace lo que la mayoría quiere. La mayoría de los pueblos nunca quieren una guerra. La democracia es una de las tantas ilusiones que ponen en peligro nuestra capacidad de raciocinio y por supuesto que incluyo a toda América en el mismo paquete. Las votaciones ponen en riesgo las soberanías de los países. Aún los países que están teniendo un proceso de subordinación fundante, en lucha por su soberanía. Los países más avanzados en el socialismo con todos sus problemas como Cuba, Venezuela o Bolivia, cada vez que se someten a procesos democráticos, reciben injerencia internacional. Por tratar de jugar el juego liberal prácticamente ponen en riesgo su soberanía entera. Y los otros países que no han pasado por un proceso de subordinación fundante cada vez que transitan por un proceso liberal democrático, sólo terminan por representar los intereses del capital. No importa que gane tu candidato de izquierda o tu candidato de derecha, siempre deberán responder al mismo poder concentrado, en este caso, Black Rock, Vanguard y State Street, las mayores gestoras de inversiones del mundo. Se trata de las empresas financieras globales con sede en Nueva York, especializadas en la administración de activos, tecnología financiera y asesoramiento a gobiernos y grandes instituciones, quienes por cierto poseen acciones en la mayoría de las grandes empresas del mundo como Apple, Microsoft, Amazon, Google, Coca-Cola y Pfizer. La concentración del poder económico, el conflicto de intereses, el impacto ambiental y la transparencia limitada, son solo algunos de los problemas que se gestan detrás de estas instituciones parasitarias.
Hoy en día nunca ha sido tan importante segmentar a la población y destrozar sus voluntades en pos de un “bien” superior. Todos creemos que estamos del lado correcto. Todos pensamos que nuestro voto es el correcto, que el candidato opuesto es un monstruo, y que a la hora de salvaguardar los intereses soberanos de una nación vale todo, incluso si se trata de mentir, hostigar o hasta castigar a los opositores. El estado de excepción nunca estuvo tan internalizado en nuestras mentes.
Nosotros y ellos. Esa es la nueva norma. Nosotros somos los buenos, los que estamos alineados con los intereses del pueblo. Y ellos… Bueno, ellos son los malos. Los zurdos, los fachos, los autoritarios, los vagos. Ellos siempre están del lado de los malos. En cambio, nosotros somos los buenos, los que abogamos por los más humildes, los trabajadores, etc, etc. ¿No han notado como ambas facciones opuestas tienen prácticamente el mismo discurso?
Cuando observamos de cerca la naturaleza de la discursiva de pertenencia, comenzamos a ver un patrón que sigue siempre las mismas reglas a la hora de formar grupos de fanáticos: Los conjuntos se forman en pos de enfrentarse a un “mal” en potencia que podemos tener en común. Por ejemplo, si yo pertenezco, por así decirlo, a un grupo de izquierdas, yo podría tener algunas discrepancias con mis compañeros de militancia, como pueda ser el sentido del orden, el establecimiento de ideas básicas para un congreso legislativo, composición de leyes, etc. Pero basta con que aparezca en juego una persona de derechas para dejar de lado todas las diferencias entre nosotros y unirnos frente a aquel individuo que está en la vereda opuesta a nuestro pensamiento. Nuestras discrepancias quedan relegadas frente a un enemigo en común.
Hoy en día, las ideologías tan variadas como endebles, permiten (por no decir que incentivan) la escisión de las comunidades, convirtiendo a las personas en meros activos descartables de un ideal pasajero.
De esta forma, al internarnos dentro del fanatismo y perpetuarlo en el tiempo, hemos creado una de las formas más dañinas de conjuntos sociales: El sectarismo.
Entiéndase por sectario aquel grupo de personas que piensa y actúa de una determinada manera, pero que además es reaccionario frente a las posturas ideológicas que difieren de la suya. En estos casos, un grupo sectario siempre intentará convencer a los demás que deben pensar como ellos, y de no lograrlo, muchas veces son capaces de acudir a la violencia, como si fueran grupos de choque coercitivos. En el mejor de los casos, se comportarán de manera indiferente con el otro, muchas veces incluso regocijándose en el júbilo si llegaran a enterarse de que las personas que no han votado como a ellos les parece puedan estar atravesando por un problema.
Lo grave del asunto es que como conjunto humano, nos hemos olvidado de que en realidad, la mirada política que pudiera tener una persona, generalmente está basada en la idea de que esa posición política es la mejor para un país. Es completamente lógico pensar que las personas en promedio creen que su ideología es buena para su país, y por ende, para el conjunto social. Es decir, de que a pesar de que actuemos en función de lo mejor para nuestra nación, nunca dejaremos de ser vistos como el enemigo.
Estas son las consecuencias del fanatismo y el sectarismo. Ya no somos solo un conjunto fraccionado, ahora somos facciones enemigas entre sí, reaccionarios frente a la pluralidad de voces, sin escrúpulos a la hora de enfrentarnos a nuestros pares que pudieran pensar distinto a nosotros, relegando la hermandad entre personas en pos de una simbología mediocre que nada tiene que ver con nuestro desarrollo personal, social, espiritual o colectivo, dando lugar nuevas enfermedades que contraerá la cultura, como la supuesta “batalla cultural”, en la que nos han metido sin que nosotros lo pidamos. Una batalla por el lenguaje, que supuestamente está en peligro por querer ser “inclusivo”, y por supuesto que ubico la palabra inclusivo entre comillas, porque lejos de serlo, la nueva modalidad de lenguaje que el progresismo quiere incorporar, no es más que una mera distracción banal y un pobre intento de manipulación. No es un problema ni un impedimento usar tal o cual lenguaje. Esta supuesta batalla de la cultura tiene su premisa en la idea de que nos quieren obligar a usar lenguaje inclusivo. Eso es mentira, no hay forma ni mecanismo en el mundo que pueda obligar a un conjunto de personas a hablar de tal o cual manera. El sesgo aparece de la misma manera siempre. Creamos un enemigo irreal y les hacemos creer a las personas lo peligroso de esto. Ya sea el patriarcado, o el lenguaje inclusivo, son meros conceptos intangibles que jamás tendrán una injerencia directa en la sociedad, son meros activos burocráticos para mantener la continuidad del fraccionamiento social.
Algo parecido sucede con la información y los medios de comunicación. Estos últimos se han convertido a lo largo del tiempo en un conjunto de mercenarios sin escrúpulos capaces de venderse hasta el hartazgo con tal de conseguir sus puntos de rating.
Para ellos es muy fácil hacerlo. Una vez que los lazos sociales se han debilitado frente a simbolismos vacíos, tan solo deben ocupar uno de los bordes de la grieta para darle a cada conjunto de personas lo que ellos quieren. Y lo único que un grupo de personas enemistadas quiere, es escuchar que el conjunto enemigo es malvado, que están solo por intereses ajenos, que venden la patria, que son unos vagos, que son unos cipayos, etc, etc. Hoy el individuo ha perdido su intención de informarse, para dedicarse a escuchar, no lo que necesita saber, si no lo que quiere oír.
El amarillismo mediático ha crecido en los órganos de la sociedad como un cáncer, destruyendo cualquier tipo de compromiso con el conocimiento o interiorización sobre cualquier tópico. Siempre será más fácil (¿y más divertido quizás?) unirnos en conjunto y gritar nuestros ideales… Algo así como ir a la cancha a alentar a nuestro equipo, al que amaremos siempre, gane o pierda; de la misma manera vamos a defender al gobierno que nos gusta, sea o no corrupto. El estado de excepción ha alcanzado niveles inimaginados en la vida del sujeto social, al punto de obligarlo a doblegarse y vender su propia libertad en pos de un bien común. Bien que por cierto, no tiene nada en común con los intereses de una sociedad.
Pero, ¿Esto siempre ha sido así? ¿En qué momento la política partidaria se ha convertido en un nuevo estándar gubernamental?
Si miramos a los orígenes de la democracia, veremos que Aristóteles no utiliza el término como lo hacemos hoy en día, sino más bien lo define como la forma potencialmente corrupta de una de las ideas más sólidas para gobernar, a la cual había denominado Politeia.
Para Aristóteles, las formas de gobierno se pueden clasificar en tres tipos, con sus respectivas formas de corrupción. Primero, la monarquía. Un gobierno de una sola persona en beneficio de todos, y su forma corrupta, la tiranía, en donde el tirano gobierna para sí mismo oprimiendo al pueblo.
Segundo, la aristocracia, que es el gobierno de unos pocos (en este caso, los más virtuosos) en beneficio de todos. Pero cuando los pocos que gobiernan lo hacen para su propio beneficio y el de los ricos, entonces es cuando esta forma se corrompe dando lugar a la oligarquía.
Y finalmente, ubica a la politeia como la forma más virtuosa de los gobiernos; pero antes de hablar de esto, cabe hacer un par de aclaraciones sobre la democracia. Esta se define, en parte, como el gobierno de los muchos que obran en beneficio propio, no del conjunto, y que rechaza el mérito y la virtud como criterio de participación política. Una forma de gobierno que suele ser dominada por las masas, pudiendo degenerar en demagogia. Por otra parte, el filósofo advierte que la democracia es potencialmente corrompible, pero posee aspectos que son claves para llevar adelante la vida pacífica de las personas, como la participación amplia de los pueblos, la igualdad ante la ley, la defensa de la libertad y la elección de los magistrados.
Para Aristóteles, estos aspectos pueden ser complementados con la aristocracia. Es decir, que el gobierno de los más virtuosos, basado en la meritocracia y elegido en base a las competencias y el respeto por la jerarquía en conjunto con los aspectos más liberales de la democracia, darían lugar a la denominada politeia.
Es importante tener en cuenta que la democracia directa, la democracia ateniense, funcionaba sin partidos políticos y la república, también en sus orígenes, funcionaba sin ellos. De la misma manera que funcionaba la política en la fundación de algunos países de América. Incluso, en Estados Unidos, durante la presidencia de George Washington, no había partidos políticos. En su discurso de despedida, el mismo Washington decía, en 1796, que “el espíritu de partido es el peor enemigo de los gobiernos populares. Promueve animosidades infundadas entre ciudadanos, abre la puerta a la influencia extranjera y a la corrupción. Eleva el interés de la facción por encima del interés nacional y así convierte al gobierno en una víctima de la voluntad de una parte en vez de la voluntad nacional”. En pocas palabras, los partidos políticos dividen a la nación y promueven la lucha entre facciones. Es decir, ponen el interés de ciertos grupos por sobre el interés nacional.
La llegada del partido de masas y la institucionalización de los partidos políticos, trajo consigo la disciplina partidaria. En otras palabras, si el legislador no coincide con lo que se le dicta dentro del partido político, corre el riesgo de ser expulsado. Entonces, de esta manera, la democracia moderna deja de ser del representante y pasa a ser del partido político. Y detrás de un partido político siempre hay alguien que lo financia. Ergo, hay intereses a los que responder. Este es el camino para que los narcoestados, los estados dominados por élites económicas y los estados dominados por otras potencias extranjeras con mucho más poder político puedan florecer dentro de una supuesta democracia. Por desgracia, la advertencia de Washington se hizo realidad.
Aporte realizado por el Lic. Mariano Capella


